En Uruguay, al sur de Latinoamérica, existe un tabú que no pocos se atreven a asumir. Realidad y espiritualidad son dos caras de una misma moneda que rueda por el tiempo hacia quién sabe dónde. Su historia sigue una constante: desde sus orígenes ha intentado cubrir bajo las máscaras de la formalidad, del culto a la razón, de la “buena educación” a un río incontenible que brota de sus propias entrañas, de sus vertientes más profundas y ocultas. Sin embargo, la fachada cartesiana comienza a ceder hacia finales de enero cuando las culturas nativas y africanas pujan por aflorar. Es el 2 de febrero cuando su capital, Montevideo, se llena de aromas, sonidos y colores a priori imposibles. Entonces, la sobria ciudad de aspecto europeo –que se vanagloria de contar con una de las menores tasas de delitos– debe asumir su lado oscuro, su influencia africana, su amor por lo incomprensible y disponerse a celebrar la Fiesta de la Diosa del Mar. Los devotos comienzan a llegar desde la madrugada del 1º de febrero y se reúnen, a falta de mar, a orillas del Río de la Plata. El origen del rito, como tantos otros, se remonta a tiempos coloniales, cuando los esclavos debían “camuflar” bajo las máscaras de los santos católicos a sus cultos ancestrales. De ese modo, los africanos pudieron continuar honrando a Yemanjá –madre de los peces–, simulando enaltecer a la Virgen de la Candelaria, cuyos fieles provenían principalmente de las Islas Canarias; por lo tanto, eran marinos y pescadores. En Cuba también la honran, pero aseguran que su figura imita a la Virgen de Regla, Cádiz; y en Brasil realizan una conmemoración similar en la noche de Año Nuevo. En la Argentina, la diosa africana se viste con las ropas de Stella Maris, patrona de la Armada Naval, reducto aristocrático y conservador. Estas estrategias de ocultamiento garantizaron que las ceremonias continúen bajo nuevas formas e imágenes sincréticas. Yemanjá es una de las figuras centrales de la religión umbanda y ostenta muchos títulos: reina de los océanos, diosa de la fertilidad y señora de las aguas; es decir, dueña de todo lo que nada o flota. Ella garantiza que los barcos cumplan su recorrido, tengan buena pesca, lleguen a buen puerto y comercialicen su captura. Según la leyenda, cada tanto se enamora de algún navegante y se lo lleva a las profundidades. Los artistas la retratan como a una mulata impactante, más poderosa que sensual, más briosa y caprichosa que mansa y tranquila. Astuta e indomable, le gusta cazar y manejar el machete: eso la hace justa, pero enérgicamente rigurosa.
LA BARCA DE LOS SUEÑOS
Los tambores, alma del candombe –la música popular autóctona–, hipnotizan a quienes prestan sus oídos. El corazón olvida la sístole y la diástole para comenzar a latir a su ritmo. El sonido de palmas y diferentes oraciones se escucha desde lejos, mientras el olor a flores, incienso y mirra cubren la ribera. Todo proviene de un grupo de personas vestidas de blanco y celeste –entre las que se destacan mujeres con largos vestidos– que encienden velas. Las más torpes se mueven como troncos que recobran la vida; algunas mujeres bailan con gracia, pero otras lo hacen como si fueran olas marinas o serpientes encantadas. En la arena hacen huecos y plantan velas.
Durante la madrugada, mientras dura la oscuridad, el sol brota de la misma playa. Fuego, agua. De pronto, unos muchachos acercan un barco de madera que parece de juguete. Todos se alegran. Más palmas, más baile, más fuego. A sus 16 años, el nada africano rostro de Miriam reúne una pizca de candidez y otra de astucia. Hace unos años, su madre no le explicaba nada sobre esos encuentros afro religiosos por miedo a que la discriminasen en la escuela. Entonces ella creía que el color de esas naves se debía a la bandera del país. “Pensaba que Yemanjá era uruguaya”, ríe. Dentro del barquito, los devotos guardan sus pedidos y ofrendas, entre los que se encuentran comidas rituales, joyas y dinero, además de flores coloridas, hierbas aromáticas, coco, uva blanca y sandías. “Se le puede obsequiar enseres de coquetería femenina, pues Yemanjá es mujer. Creo que soy clara, ¿no?”, vuelve a reír Miriam. A la diosa no sólo le gusta el color celeste y el blanco, sino también el dorado. “Y si es en metal, mejor”, sonríe otra vez. Casi no hace falta que aclare que la diosa sólo bebe agua mineral y champagne, como le corresponde a una mujer fatal.
Una vez que todos los fieles han puesto sus pedidos y ofrendas, entre todos cargan la barca y se internan lentamente en el agua, mientras rezan y se ayudan a vencer el frío y las corrientes. Se cree que si la barca regresa a la costa es porque la Diosa rechazó las ofrendas o los pedidos eran imposibles de cumplir. “No hay que pedir cosas malas –argumenta la adolescente– porque Yemanjá no las cumplirá y por la ley del retorno esa energía negativa volverá por dos a quien la emitió”. Cuando se le pregunta por las maldiciones y la magia negra, se encarga de esclarecer que “no hacemos brujerías, aunque a veces algunos las merezcan. Para eso está el Pai Xangó, dueño de la Justicia”. Ella pierde la sonrisa y cuenta que vino a pedir por su hermano que está buscando empleo en España y espera que le vaya bien, aunque lo extraña mucho. Pese a que Uruguay es uno de los países latinoamericanos con la riqueza distribuida de forma más equitativa, son demasiados los jóvenes sin trabajo, consecuencia del escaso desarrollo industrial. Es lógico que le pida por su hermano emigrante a la Diosa del Mar. Después de todo, el emigrante, los pescadores y marineros tienen mucho en común: abandonan sus costas hacia un futuro incierto sin otra garantía más que su propia fe y ambos se enfrentan a vientos y mareas esperando recalar en una tierra benévola donde no golpeen las olas. Su destino se libra en las caprichosas manos de Yemanjá.
LA FE DE LOS INFIELES
Todavía Susana conserva parte de su gracia y su porte. Hace 30 años podría habérsela confundido con una princesa subsahariana caminando por las calles de Montevideo. Pero lejos estaba de verse reflejada en el rostro de los antiguos ancestros. “Era una afro uruguaya aculturada, como tantos otros, y tuve crianza evangélica. Temía a todo lo que los pastores demonizaban”, confía con cierto arrepentimiento. “Un día mi novio, un uruguayo rosadito de apellido Kronberg, me entró a empujones a un templo umbanda. Si yo pasaba cerca, por temor a sus influencias, clamaba ‘por la sangre de Cristo’”, dispara risueña. En cambio, hoy, ruega a la gente que se dé una oportunidad para conocer la religión afro umbanda como parte de la cultura de Latinoamérica diseminada en el mundo. “Somos una religión que venera a la naturaleza. Lamentablemente todavía hay muchos prejuicios. Aunque somos una realidad palpable, sufrimos una fuerte discriminación por provenir de etnias esclavizadas: africanos e indios”, pregona. Luego lanza: “Aún acarreamos cadenas. Nuestros antecesores fueron desarraigados de su fe ya que era un elemento de unión muy fuerte”. Cuando se le consulta en qué consiste su religión, ella explica: “Creemos en la reencarnación y practicamos la incorporación de Espíritus de Luz enviados de los Orixás; por lo tanto, de Dios”. Pero si se le dice que las religiones siempre están orientadas a sus hermanos, agrega: “Nuestro mensaje no debe ser de sabiduría intelectual sino de pureza y fuerza espiritual”. A través de ello, los integrantes se deben purificar cumpliendo la misión de ayudar al prójimo mediante la llamada “caridad” que es, según cuentan, “el auxilio espiritual que limpia el aura de las personas y que da consejos de vida; estos elevan el alma y alivian la pesada carga de la vida terrena”.
Pese a los años de inquisición, pese a las dificultades para comprender esta lógica, la diosa se mantiene imperturbable y vive durmiendo en la memoria colectiva de los uruguayos. Durante meses, nadie confiesa en público que le rinde culto. Sin embargo, el 2 de febrero las playas de Montevideo se llenan de gente. Muchos uruguayos portan en sus venas una gota de sangre africana y esa gota, vibra hasta estallar. Muchos se acercan sin saber por qué, por curiosidad o exotismo, y terminan simpatizando con Yemanjá. Los visitantes llegan al lugar en un orden directamente proporcional a la magnitud de sus creencias: primero aquéllos cuya fe mueve montañas, después los devotos que se limitan a realizar los ritos con formalidad y al final aquéllos para los cuales la religión no es el pilar de su vida. Más tarde, los que quieren disfrutar de ese espectáculo de colores y sólo buscan perderse en esa gran romería. Vendedores de candelabros y hasta santeras que ofrecen sus servicios son algunos de los ilustres desconocidos que rodean la playa. En esta época del año también se realizan las “Llamadas del Carnaval”, especie de ensayo para los tradicionales desfiles donde la música de candombe gana toda la ciudad. El carnaval era el período de liberación por excelencia de los esclavos: no había que trabajar y lejos quedaban los castigos físicos; además, tenían permitido reunirse sin vigilancia, momento ideal para retomar sus cultos, para oír la voz de los dioses prohibidos. Desde entonces, febrero es el mes que los uruguayos tienen para librarse de la máscara de la razón y probarse aquéllas que durante todo el año desechan. A decir verdad, el misticismo, lo sobrenatural, las fantasías febriles no son una mera cuestión de los pueblos considerados –erróneamente– inferiores. Sin ir más lejos, el escritor colombiano Gabriel García Márquez al recibir el premio Nobel de Literatura dijo que él no había inventado nada, que los conquistadores españoles y los cronistas de Indias habían sido los primeros en retratar al nuevo mundo con el barniz de lo imaginario. Basta recordar que el conquistador español Juan Díaz de Solís, el primer europeo en pisar estas costas, inauguró la tradición del “realismo mágico”: creyendo traer la civilización bautizó al actual Río de la Plata como el “mar de agua dulce”. Poética creación que hacía referencia a sus horizontes inconmensurables y a la lentitud embriagante de sus aguas. Esas mismas aguas amarronadas que tragan o devuelven los barquitos de madera con regalos y ruegos para Yemanjá. Desde los tiempos fundacionales, Uruguay –al igual que toda América– ha sido la tierra donde estaba permitido creer lo imposible y confiar en lo irrisorio.