Una anécdota enseña el temperamento de Groucho Marx, el más popular de Los Hermanos Marx. En 1971 concedió una entrevista a quienes, él creía, eran dos periodistas de la Esquire Magazine. El viejo cómico, gastado por los años y la ajetreada vida de artista, estaba confundido. Los dos jóvenes que lo interrogaban, de cabellos largos y barbas hippies, representaban al Berkeley Barb, un periódico intelectual de la Bahía de San Francisco. Mentiroso asumido y dueño de una inagotable e ingeniosa habilidad para insultar al prójimo, Julius Henry Marx, su verdadero nombre, había pasado su vida diciendo y desdiciéndose; inventando declaraciones jugosas para los medios; confundiendo a sus hijos, Melinda y Arthur, con órdenes y contraórdenes y enloqueciendo a sus esposas con su extraña manía de economizar y despilfarrar su bien habida fortuna. Y como buen mentiroso, Groucho solía abrir la boca para decir cualquier cosa. Interrogado sobre los políticos de aquella época, el cómico soltó con ligereza: “Creo que la única esperanza para este país es que asesinen a Nixon”. La sentencia se propagó como un rayo por las agencias de noticias y las redacciones de los diarios: en los Estados Unidos, una opinión de ese calibre –y aún más en esa época– se consideraba un delito.
UNA FAMILIA NORMAL
La madre de Groucho, Minnie Schoenberg, una inmigrante alemana que hablaba muy poco inglés, llegó a los Estados Unidos a fines del siglo XIX, a los 15 años, y se empleó en una fábrica de sombreros de paja en el East Side de Manhattan. Sam Marx, el padre de los hermanos Marx, era alsaciano y también apenas hablaba inglés cuando llegó a Norteamérica huyendo del Ejército Francés. Urgido por la necesidad, fue instructor en una academia de danzas, justo al lado de la fábrica en la que Minnie se afanaba con los sombreros. Se conocieron y tuvieron citas silenciosas y a media lengua caminando junto a la orilla iluminada del río Hudson. Finalmente se casaron. El matrimonio alquiló un pequeñísimo apartamento en la East 92nd Street y allí abrieron una sastrería. Frenchie, el jefe de la familia, se convirtió, por azar o por necesidad, en sastre. De sastre vivía y desastres hacía, según relataba Groucho, cuando recordaba que era posible reconocer a los clientes de su padre porque las piernas de los pantalones que fabricaba eran totalmente asimétricas. Es que Sam no creía en los centímetros ni las medidas, y prefería medir con los ojos a los pobres incautos que requerían sus servicios. Además de intentar sobrevivir con unos pocos dólares a la semana el matrimonio se dedicó a procrear: seis niños engendraron y sobrevivieron cinco. Leonard (Chico), nació en 1887; Arthur (Harpo), en 1888; Julius (Groucho), en 1890; Milton (Gummo), en 1897 y Herbert (Zeppo), en 1901. Groucho recordaba su pasado: “La casa era pequeña. Quedaba en la calle 78 y Avenida Lexington, una zona buena de New York. Mi padre tenía un taller de sastrería al frente. No ganaba mucho. Eramos judíos. Ahí nací yo el 2 de octubre de 1890. Mi madre llevaba el teatro en la sangre; su padre había sido mago en Alemania. Ella lo acompañaba en sus giras, tocando el arpa. Un hermano de ella era Al Sheean, integrante del famoso dúo de vodevil Gallagher y Sheean. Fue por mi madre que nosotros entramos en el mundo del espectáculo. Ahorró el poco dinero que tenía para que Chico, el mayor de todos los hermanos, recibiera lecciones de piano. A Harpo le dio 40 dólares para que se comprara un arpa. Ella misma le enseñó a tocar. De mí decía siempre que era muy feo, que tenía cualidades de bufón y una voz aceptable. Mi verdadero nombre es Julius Henry Marx. Pero como siempre estaba enojado, me bautizaron Groucho”. Minnie, Sam y los cinco niños, más algunos familiares que iban y venían por el pequeño apartamento, conformaron pronto una familia peculiar. Los pequeños, como una manada de cachorros juguetones, despuntaron tempranamente sus talentos histriónicos. Lo que comenzó como un juego –menos para Minnie, que de tanto transitar las tablas parecía decidida a acompañar a sus hijos hacia ese destino– con los dedos de Harpo niño (el futuro mudo del quinteto), rasgando y enredándose entre las cuerdas del arpa que le daría nombre y fama; con Groucho, feo y bufón, aprendiendo a tocar el piano de oído porque sólo había dinero (25 centavos por semana) para que Chico tomara lecciones, y con los demás hermanitos, Gummo y Zeppo, corriéndose entre los apiñados muebles del ínfimo apartamento, terminaría en un éxito mundial, eterno y mítico. Los cinco hermanos estaban destinados, sin saberlo, a provocar carcajadas al mundo hasta que éste se muriera, estallara de la risa.
DEL VODEVIL AL MUNDO
Todo comenzó con el vodevil. Los hermanos Marx llegaron a Broadway a principios de 1920. El antecedente del grupo estaba enraizado en teatros pequeños, para audiencias reducidas. Los cuatro hermanos Marx (Harpo, Groucho, Chico y Gummo, que luego sería reemplazado por Zeppo, hasta su retiro), tal el nombre primigenio que los presentaba en las tablas, habían cosechado una fama creciente ofreciendo varietés que incluían canto, baile, pasos de comedia y toda clase de instrumentos musicales. Pero fue el humor extraño, novedoso y rupturista lo que los transformaría en un verdadero suceso. En Broadway, la Meca del teatro americano, alcanzaron el éxito masivo con las obras I’ll say she is (1923-1925), The Cocoanuts (1925-1928) y Animal crackers (1928-1929). Luego llegaría el cine. Primero fue una película perdida, independiente, realizada en New York y New Jersey con fondos privados. Esa comedia nunca fue proyectada. Después, el contrato con la Paramount. La enorme compañía, que buscaba “nuevos talentos” para el cine sonoro, cayó seducida por el estrafalario estilo de los Marx –iconoclasta, burlón y asombrosamente absurdo– y tentó al grupo, en medio de su éxito en la calle de los teatros, con un contrato por cinco películas. De este trato nacerían las versiones cinematográficas de The Cocoanuts (1929) y Animal Crackers (1930), filmadas en el estudio de sonido de la Paramount, Astoria.
MAXIMAS DE UN HOMBRE UNICO
El celebérrimo Groucho basó su fama en su continuo parloteo; siempre parecía estar listo para dejar salir una cascada de jugueteos lingüísticos capaces de dejar estático al más ágil de los espectadores. Su personaje y su identidad fueron creadas a partir de “ensayo y error”. Según él mismo reconoció, “iba probando cosas en las variedades de poca monta. Y si daban resultado, las conservaba”. Así nació el bigote más famoso del mundo: en cierta ocasión, Groucho llegó tarde a escena y como el tiempo no le alcanzaba para pegarse el postizo que utilizaba, se lo pintó con pintura grasa. Otro pilar de su popularidad fueron sus “máximas”. Si Epicuro escribió las Máximas para una vida feliz, en una época en la que la autoayuda siquiera era una amenaza, entonces Groucho fue el responsable –involuntario, pues es poco probable que hubiera deseado hacerle ese favor a la humanidad– de un sinnúmero de sentencias que muy bien podrían agruparse bajo el título de Máximas para la supervivencia en el siglo XX. En un tiempo en que la TV comenzaba a adueñarse de las masas, la radio peleaba cuerpo a cuerpo por la atención en un terreno cada vez más pantanoso, y las guerras entretejían un presente y un futuro enrarecidos, Groucho pensaba y declaraba, no siempre en el mismo orden, sus tremendas e hilarantes opiniones.
Amigo personal del poeta T.S. Elliot –ferviente fanático del cómico, que insistió por carta hasta que recibió una foto autografiada por Groucho, con falso mostacho y habano encendido–, el más famoso de los Marx se hizo un sitio en la cultura popular, reflexionando, por ejemplo: “La televisión es ciertamente muy educativa. Cuando alguien enciende un televisor me voy a otra habitación a leer un libro”; “He disfrutado mucho de esta obra de teatro… especialmente en el descanso”; “¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?”; “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”; “La humanidad, partiendo de la nada y con su sólo esfuerzo, ha llegado a alcanzar las más altas cotas de la miseria”. “Perdonen que no me levante” es la frase que reza el terco epitafio del gran Groucho Marx. Cuando recibió el Premio Oscar honorífico, aseguró que creía en la reencarnación, y esbozó su deseo: “En mi próxima existencia me gustaría venir al mundo con la brillante inteligencia de Kissinger, la fabulosa apostura de Steve McQueen, y el indestructible hígado de Dean Martin”. La muerte se lo llevó el 19 de agosto de 1977, a los 86 años. Lo lloraron sus esposas y sus hijos. Lo velaron y sobre su cuerpo aún tibio pelearon por la herencia y el dinero que el cómico había ganado durante su vida. Groucho Marx, burlándose aún desde el más allá umbrío, dejó un legado indeleble de 18 filmes y esas sentencias que lo inmortalizaron como un pensador filoso y cínico. Como aquella que urdió cuando se le negaba la admisión a un exclusivo club, por su ascendencia judía: “Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como socio a alguien como yo”.
GROUCHO SEGUN GROUCHO
Hillcrest Drive 1083. Beverly Hills se estira bajo el sol plácido de la tarde californiana. Dos periodistas hacen guardia frente a una preciosa mansión, típica de las colinas más famosas del mundo. Las puertas están cerradas. Ellos aguardan. Esperan a Groucho Marx y la oportunidad única de conversar con una verdadera estrella de todos los tiempos. A las cuatro de la tarde las puertas macizas se abren de par en par. Irene Fleming, secretaria y última pareja del cómico, les permite pasar como si se tratara de viejos amigos. La sala, enorme, de espesas alfombras, silencia el paso de la pequeña comitiva. Groucho, a sus 84 años, sentado de espaldas, encorvado y ligero como un pájaro, los aguarda. Estas son algunas de las frases más destacadas del histórico reportaje. Sobre los cómicos: “En primer lugar me enloquece Groucho Marx. Creo que fue un gran innovador. Por eso estoy enamorado de él. Después me gustan W. C. Fields, Chaplin, Buster Keaton. Mae West, Woody Allen y Jacques Tatí, Peter Sellers me gusta a veces, sólo a veces…”. Sobre Los Hermanos Marx: “La agresividad, la ironía demasiado cruel de la que hacíamos gala, nos trajo serios problemas. Un día, en Nacogdoches, Texas, llevamos sobre el escenario una carreta tirada por una mula. Era una clara alusión a un político de ese entonces. Fue tal el escándalo que se produjo en la platea que fue necesaria la intervención de la policía para calmar los ánimos. Durante la Primera Guerra Mundial, Harpo y Gummo entraron al ejército como voluntarios. Chico y yo elegimos salir en giras para entretener a los soldados. Cuando terminó la guerra, Gummo dejó el escenario y se dedicó a fabricar impermeables. Zeppo decidió convertirse en agente teatral. Los tres hermanos Marx hicimos entonces ‘Una noche en la ópera’, la mejor de todas las películas; ‘Un día en el hipódromo’, ‘Un día en el circo’ y ‘La gran tienda’. En 1941 decidimos retirarnos. Pero el público insistió tanto, que debimos volver, en 1946, para hacer ‘Una noche en Casablanca’. Después de eso yo me dediqué a escribir. Tengo ya cinco libros. También hice artículos para revistas y guiones para teatro. La televisión me atrapó también: durante 14 años hice un programa que se llamó ‘Apueste su vida’. Ahora, después de tanto tiempo, ese show vuelve a ser hit en la televisión de Los Angeles. Recibí algunos premios, también. En 1974 la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas me honró con su premio anual, en reconocimiento por la creatividad y la hazaña de los tres hermanos, en la dura época del primer cine hablado. Ahora ya vivo de los recuerdos. Me casé tres veces. Tengo cuatro hijos. Ninguno se dedica al arte. Creo que nunca fue fácil aguantar a Groucho Marx. Ocurre siempre con la gente que hace reír a los demás…”.