La decisión del presidente George W. Bush de enviar más tropas a Irak hace oídos sordos al informe del Grupo de Estudios sobre Irak, que en diciembre recomendaba el inicio de la retirada de tropas del país árabe durante el primer trimestre de este año. La resolución también hace caso omiso del consejo del mismo grupo, presidido por el ex secretario de Estado republicano James Baker y el ex congresista demócrata Lee Hamilton, de incluir a Siria e Irán en las conversaciones sobre el futuro de Irak, iniciativa completamente descartada por la Casa Blanca.
El historiador británico Niall Ferguson, profesor de Harvard y reconocido analista de las guerras de la era moderna, arriesga un pronóstico alineado con la mayoría de las voces que se han expresado sobre el conflicto: “Hoy, las posibilidades de un final feliz en Irak serían de apenas una en cien”.
Al cierre de esta edición arribaba a Irak el primer contingente de los 21.500 refuerzos anunciados: los 3.200 soldados estadounidenses ya caminan las calles de Bagdad en medio de una feroz guerra civil. Sólo en este fin de semana la cifra oficial de bajas norteamericanas ascendía a 27. Sólo en el día de hoy, los atentados en Bagdad dejaron más de 90 muertos y 200 heridos. La pasada semana, 142 iraquíes murieron en un solo día, incluyendo 65 estudiantes de una importante universidad de Bagdad que fallecieron en dos atentados con coches bomba.
La Casa Blanca pareciera ignorar deliberadamente el verdadero tras- fondo de la situación, y por lo tanto continúa obcecadamente operando sobre las consecuencias del problema y no sobre sus causas. Antes de la invasión estadounidense, Irak era un país gobernado por una minoría sunnita que zanjaba las diferencias con shiítas y kurdos a sangre y fuego. Una dictadura salvaje, cruel y despiadada que con el crimen como política de estado imponía el orden. El problema de fondo en Irak es la imposibilidad de convivencia de sectores que carecen de liderazgos verdaderos y demuestran total incapacidad para emprender el camino del diálogo. Pensar que el aumento de la presencia militar solucionará el problema, y contra todas las recomendaciones de expertos en el tema, resulta soberbiamente imprudente. Irak ya padecía sus fanáticas divisiones internas en su raíz mucho antes de la aparición de los Estados Unidos invadiendo su territorio. El intento de apa- gar el incendio con gasolina ha traído un costo enorme en vidas y en recursos, y ha llevado la situación a su peor pesadilla desde la invasión. La falta de convicción del actual gobierno iraquí colabora con las predicciones que indican que, por este camino, lejos de hallar una solución, el problema ha de agravarse. Sunnitas y shiítas luchan cuerpo a cuerpo en todos los rincones de Bagdad. Los kurdos observan expectantes desde el norte, dispuestos a enfrentar todo lo que se interponga con sus aspiraciones de autonomía. Pensar que con el envío de 21.500 soldados adicionales a Irak puede resolverse el complejísimo entramado político, social y religioso que presenta el conflicto, sólo pone en juego la vida de más soldados estadounidenses, dilapida recursos y posterga el verdadero debate sobre la solución de fondo. El presidente admitió en su discurso haber cometido un solo error: el no haber enviado más tropas antes. Es una verdadera pena que la capacidad de autocrítica de la Casa Blanca sea tan exigua. Sobre todo, porque el precio del error se paga, y se seguirá pagando, en vidas.