Al cierre de esta edición, las elecciones primarias sólo han acontecido en muy pocos estados, y con escasa o nula relevancia en lo que se refiere a la cantidad de delegados elegidos. Pero cuando usted esté leyendo este editorial, faltarán pocas horas para el “supermartes” y, por lo tanto, tendrá una idea acabada de los candidatos que, finalmente, competirán por el control de la Oficina Oval.
Es innegable que si algo necesita Estados Unidos es un cambio. Y pareciera que el preámbulo del proceso lo promueve. Con este eje, las elecciones primarias se presentan con características casi excluyentes respecto de procesos similares en el pasado. Por primera vez en más de seis décadas el vicepresidente en funciones, en este caso Dick Cheney, no intentará suceder a su superior inmediato, hecho que, además de ratificar el elevado nivel de impopularidad de la gestión republicana, deja un campo electoral de competencia frontal y abierta. El abanico de candidatos presenta propuestas de originalidad única para este país. Es que, dadas las presentaciones formales de los candidatos al día de hoy, estas elecciones podrían consagrar como presidente a la primera mujer, Hillary Clinton; al primer afroamericano, Barack Obama; al primer mormón, Mitt Romney; o al primer veterano de Vietnam, John Mc- Cain. También al primer judío, si Michael Bloomberg finalmente decide lanzarse como candidato independiente, o al primer ex alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, de descendencia italiana y religión católica.
La economía al borde de una recesión, la impopular guerra en Irak, el quebrado sistema de salud, el colapso del mercado inmobiliario, el cambio climático, la tensa relación con Irán y el descontento general no muestran un país floreciente. Visto desde afuera, incluso, parece constituir una especie de crisis. Ninguna de estas realidades, sin embargo, decidirá las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos. Tanto en las primarias como en las generales, el resultado dependerá, ante todo, del presupuesto recaudado para la campaña, de la moral, de la religión y de la psicología de los candidatos. Todos practican una religión o, por lo menos, lo simulan. Los demócratas dejan traslucir una fe íntima; los republicanos, la ostentan deliberadamente. Una cosa es cierta: el próximo presidente de Estados Unidos podrá ser mormón, afroamericano o de sexo femenino, pero nunca ateo. La clara diferencia que existe en este país entre una política de estado y una política de gobierno explica que, a pesar de sus grandes contrastes, las semejanzas entre los candidatos resulten más notables que sus diferencias. Y esto complica la percepción acerca de quién es el más apto para ejercer el cambio. Respecto a los temas que más pesan en la elección final, como la inmigración, la aritmética electoral suele ser el camino elegido por los candidatos que presentan chances verdaderas, aunque en general con la mayor cuota de ambigüedad posible: en las urnas, el voto hispano pesa más que el de los xenófobos. La misma aritmética define la posición de los principales candidatos frente al indiscriminado ingreso de productos chinos: los empleos perdidos cuestan votos, pero los consumidores de los supermercados aportan más.
Para la gran mayoría de los estadounidenses, el modelo de estado capitalista y vigilante es inobjetable, y por ende, la presencia globalmente activa de Estados Unidos en el mundo económico y militar les resulta irrenunciable. El comportamiento sociocultural muestra que el corazón de Estados Unidos sigue siendo conservador al estilo Reagan. Un presidente demócrata será menos conservador que uno republicano, pero se mantendrá dentro del mapa trazado por Reagan en 1980: moral, mercado, activismo militar y Estado pequeño. Entonces la pretensión de cambio radica más en el grado de aplicación de los valores, que en la discusión de los valores en sí. El cambio apunta al abandono del fundamentalismo religioso de derecha y no implica un camino al ateísmo secular, sino a la renovación de los va- lores, el crecimiento, la modernización y el racionalismo. Por ello es indudable que la atención mayor está centrada en el Partido Demócrata, donde la senadora Clinton no logra entrar en el papel protagónico del cambio que la mayoría demócrata reclama. A pesar de sus últimos esfuerzos mediáticos, sigue siendo la más republicana de los demócratas. El traje del cambio, descontracturado y audaz, parece tenerlo pegado a la piel el senador Obama, quien no sólo ha movilizado al electorado activo, sino que ha logrado involucrar en la campaña a una enorme masa de individuos que hasta ahora prescindían de su derecho al voto.
Esta invitación a la participación masiva hace aún más difícil la proyección de resultados pensando en las elecciones generales. No es casual que el partido Republicano esté mucho más preocupado por un posible triunfo en las primarias demócratas del senador afroamericano que con la consagración de la senadora Clinton, a pesar de su portación de apellido y lo que ello implica. Una pregunta aún no formulada, y que representaría un escollo adicional para Clinton, es si en realidad este pueblo está dispuesto a una nueva alternancia entre los clanes Bush y Clinton. Esta alternancia comenzó en enero de 1989 (sin contar los ocho años de Bush padre como vice de Reagan) y se extendería hasta 2013, con posibilidades de una prórroga por reelección hasta 2017. Es decir, dos familias habrán ocupado el centro del poder en este país durante 20 años y quizá 28.
Si la vocación de cambio que el pueblo americano reclama incluye volver a ese país de individuos soberanos y no de castas, en el que las leyes, la moral bien entendida y el sentido del deber se aglutinan para garantizar el bien común en un marco de tolerancia e integración, entonces puede haber sorpresa en los resultados.
El que pretenda encarnar esa cultura del cambio, que cada vez se reclama con mayor determinación, deberá anclar su propuesta en la recuperación de los va- lores que dieron origen a este país. Sin ambigüedad. Y entonces ésta volverá a ser esa tierra de libertad y trabajo, de respeto e igualdad. El paradigma de la libertad y de los derechos civiles que representa este país ha atravesado períodos de receso y revisión, pero ha regresado a lo largo de la historia una y otra vez, y ha sido determinante en los grandes episodios de la historia americana. Es de esperar que el pueblo participe activa y masivamente como motor del cambio. El candidato que gane deberá abandonar la clásica retórica preelectoral y encarnar el cambio con la convicción, el coraje y la sabiduría que la ocasión histórica reclama. Esperemos que así sea.