El realismo mágico en Venezuela es verdad kantiana. Todavía no sabía que lo sobrenatural matiza el diario discurrir venezolano, cuando al chofer del taxi le pregunté por su filiación política y respondió: “Sólo confío en María Lionza y en la corte”. Recién llegado, creí que confiaba en una estrella política en ascenso y en la supervisión de la Corte Suprema de Justicia. Como otros periodistas extranjeros, me enfrentaba a la dificultad de leer –sin traductores pertinentes– esta realidad volcánica, sulfatada, o mejor dicho, empetrolada. Lejos estaba de comprender que el taxista, Rafael, dejaría de ser un mero chofer para emular al Virgilio que guió al Dante en su incursión al infierno, y permitirme descubrir los ritos de la santería vernácula. Más tarde caería en la cuenta de mi error. Al igual que muchos otros conductores, sacó su mano por la ventanilla para saludar a una imponente estatua que irrumpía ante la autopista. “Ella es María Lionza”, y señaló a una mujer montada en un fabuloso tapir exhibiendo sus pechos generosos y con rasgos levemente aindiados. “Hacia el cielo, María eleva sus brazos con los huesos de una pelvis humana, signo de la fertilidad. Y sus pies aplastan a unas serpientes, que son la envidia y el egoísmo”, explicó con tono didáctico, Rafael, dueño de un rostro zambo –mitad negro, mitad nativo– y una sonrisa hermética. Supe entonces que María Lionza es la máxima figura del espiritismo local, en un lugar en donde las creencias religiosas y prácticas sincréticas son tan complejas como su proceso político, y tan ricas como su suelo. Asimismo, la corte mencionada no era el tribunal superior sino un panteón de criminales muertos que, desde el más allá, protegen a sus devotos de las injusticias terrenales.
Más de veinte leyendas dan cuenta de los poderes divinos de María Lionza, bella hija de un famoso cacique, cuyos ojos verdes dan testimonio de su sangre española. Ella es, para sus numerosos cultores, madre del Universo y protectora de la naturaleza, e integra una especie de Santísima Trinidad autóctona junto al Negro Felipe –único oficial de origen africano del Ejército de Simón Bolívar– y al Cacique Guaicaipuro, un jefe de la tribu Caribe que luchó contra el imperio español. Símbolo de la unión de razas, ellos componen las “Tres Potencias” que gobiernan un amplio cielo de deidades, divididas y ordenadas jerárquicamente en “Cortes”. Para explicarlo con términos mercadotécnicos, se podría decir que cada corte nuclea espíritus afines y, aunque todas son “subsidiarias” de la gran Lionza, cada una está orientada a un “segmento espiritual” específico. Por ejemplo, existe la Corte Médica, integrada por galenos prestigiosos a los cuales se les atribuyeron –tras su muerte– milagrosas curaciones; hoy son demandados por aquellos con graves enfermedades. A su vez, existe la Corte Libertadora, integrada por Bolívar, Francisco de Miranda y el Mariscal Sucre, invocados para dar solución a los problemas nacionales. Sin contradicciones aparentes, existe también la Corte Celestial, conformada por santos católicos como San Expedito y Santa Bárbara. En la misma sintonía, se encuentra la Corte Malandra, integrada por una serie de finados de los cuales puede decirse cualquier cosa, menos que han transitado el pedregoso camino hacia la santidad. Sus seguidores tampoco son niños de pecho.
LA CORTE MALANDRA
“Es la Corte a la que más respeto le tengo. Fueron chamos (muchachos) como yo lo he sido. A fuego vivieron y a fuego murieron. Por eso ayudan a quienes quieren librarse de la mala vida”, contó el taxista. Luego me mostró una serie de estampitas con las principales imágenes del panteón criminal: todos están representados con cuchillos, revólveres, botellas de ron y cigarrillos rellenos con vaya uno a saber qué hierba. Tienen lentes negros y gorras de béisbol, como los jóvenes de los barrios pobres de Caracas. Entre ellos sobresale Tomasito, un novel ladronzuelo, que fue abandonado por sus cómplices mientras robaban un banco ante la llegada de la policía. “El pobrecito fue acribillado por 132 disparos, sin contar las balas que pasaron por el mismo hueco”, acotó Rafael, que también guarda la estampita de Isabelita, quien nació en una familia adinerada y a los 12 años fue violada. Ya mayor, se casó con un hombre negro que terminó seduciendo a una amiga suya. Por esa traición, a su estatuilla –que no puede estar en un altar junto a algún santo negro– se le reza para vengarse de todos los maridos infieles. Sin embargo, el líder del panteón –y quien genera mayor devoción– es el Malandro Ismael, joven que murió apuñalado en una pelea. “Invocado por brujos, él mismo ha contado que era un buen hombre: defendía su territorio de otros ladrones y repartía lo robado entre los más necesitados. Varias veces amordazó a los dueños de abastos y supermercados mientras los pobres saqueaban el comercio”, rio el chofer de dientes brillantes. No es casualidad que se valore la supuesta colaboración de Ismael en atracos, ya que este culto se masificó en los años ´90. Más precisamente después de El Caracazo, revuelta popular contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Con miles de muertos en su haber, muchos la consideran la primera expresión latinoamericana contra el neoliberalismo, y antecedente influyente en la llegada posterior de Hugo Chávez al poder. Algunos piensan que estas figuras permiten a sus devotos creer que pueden escapar de la marginación social.
LA SANTERA
“Con gusto, pana (amigo), lo llevo donde están las autoridades en la materia”, dijo el conductor y por la misma autopista Fajardo orientó su auto hacia el este de Caracas para ingresar al poblado de Petare, donde –según un comisario– “hasta en las familias más honestas hay uno o dos malandros (malhechores)”. El experimentado periodista José Roberto Duque aseguró que un 38% de los integrantes de la fuerza policial residían allí. Algunas calles empedradas conservan su encanto colonial y otras, más empinadas, ascienden a un cerro cubierto de casas precarias. “En la época de lluvias se desmorona la ladera y mucha gente termina sepultada”, lamentó el chofer antes de avisar que “donde quedan pocas personas enterradas es en el cementerio local”. Tras sortear un laberinto de escaleras y callejuelas se arriba al callejón Eduvigis, mejor conocido como “la calle de los brujos”, sitio de encuentro entre devotos y médiums. En la primera santería nos recibió –con demasiada hospitalidad– una dama de ojos inmensos con un gran colgante de hojalata en el pecho, que afirmaba conocer nuestro futuro. Pero, aparentemente, no había logrado predecir el motivo de la visita. Por ende, se puso furiosa al mínimo pedido de información sobre los santos del delito. “No queremos saber nada con periodistas y menos con la Corte Malandra que usa una energía muy baja”, acusó la pitonisa. A pocos metros, Maracay, una mujer de labios gruesos y piel cetrina –que parecía salida de un film de bucaneros– nos abrió su puerta y un vaho de incienso, velas y olores indescifrables nos aderezó los pulmones. Aceptó hablar a cambio de unos bolos, apócope de Bolívares, la moneda local. “El culto se inicia a fines de los ´70 con el descenso de Ismael, un delincuente. No creo que haya sido un Robin Hood, eso dicen los devotos para que los que no creen les tengan consideración y no se burlen”, detalló pausadamente. “Sin el poder de diosito, ninguno podría aparecerse”, dijo y coincidió con la otra médium al señalar que el Dios cristiano y sus santos tienen la superioridad lumínica y energética. “Los espíritus malandros necesitan 10 años para incorporarse a un cuerpo luego de muertos. El que los recibe se llama ´materia´ y se pone a bailar; ríe o bebe y eructa”, confesó. Cada médium asegura recibir a uno o varios entes en sus consultorios. Cuando más famoso es el bandido, más cobran por sus servicios y son muchos los que dicen recibir a los más populares. Uno llamado Romero suele aparecerse ante Maracay –muy puntualmente– los lunes, miércoles, viernes y los sábados (sólo de mañana). Aunque Romerito no es muy conocido, ella confía que pronto su fama crecerá pues, como murió de alcoholismo, ayuda a abandonar ese vicio. Orgullosa, aseveró que no todas las personas pueden imitar su arte, ya que es muy difícil manipular a estos seres. Por ejemplo, no se puede convocar a más de un espíritu al mismo tiempo. “Una vez bajaron dos que eran enemigos y se pelearon”. Sin pudores, ella explicó que “la necesidad de que bajen es de los seres terrenales. Pero la Corte gana puntos con cada ayuda y su ventaja es que conocen el ambiente del delito. Para pagar por sus crímenes cometidos en vida ayudan a los presos, ayudan a librarse de las drogas, a curar heridas, a salvarse en los tiroteos. También evitan ser asaltados, consiguen empleo, permiten evolucionar y crecer”. Por último, dejó entrever su llamativa postura moral: “Creo que todos necesitamos una segunda oportunidad, ya sea en vida o después de muertos.” Una diferencia apreciable entre María Lionza y la Corte Malandra es que a la primera se le pagan las promesas con bailes de candela –en los cuales los creyentes caminan sobre brasas ardientes–, mientras que las deudas con los facinerosos se saldan ofreciendo un cirio de siete colores, un cigarrillo, un vaso de anís, ron o caña y temas de salsa brava. Suelen alegrarse al escuchar el hit del Sexteto Juventud, La cárcel, que describe las penas del mundo delictivo y dice “cuánto se desea la bonita libertad”. En ciertos casos, algunas ánimas han llegado a solicitar marihuana, armas blancas o balas, que deben dejarse en el altar. Asimismo, a la diosa también puede alabársela con una peregrinación hasta la cueva ubicada en la montaña de Sorte, en el estado de Yaracuy, donde vivió. O entonando la canción, escrita por el panameño Rubén Blades, que reza: “María Lionza hazme un milagrito y un ramo de flores te voy a llevar”.
DE LADRON A TAXISTA
Caminaba por las calles y en cada esquina encontraba a un amigo. Rafael ya supera los treinta, pero alguna vez fue un mozuelo, similar a tantos otros integrantes de la Corte en el Petare. Caracas lo invitaba a vivir en la pobreza, donde el delito seducía mucho más que los eximios salarios que ofrecían los escasos emprendimientos industriales existentes en la Venezuela Saudita, reino exclusivo de la renta petrolera. Así fue como aprendió un método delictivo que hoy causa risa: junto con dos cómplices se paraba con una caja en un cruce con semáforos y esperaba que un auto conducido por una mujer con las ventanillas bajas se detuviera ante la luz roja. Gracias al alto porcentaje de coches per cápita y al asfixiante calor tropical, rápidamente encontraban a su víctima. Entonces de la caja sacaban una rata –“cuanto más fea, mejor”– y se la arrojaban dentro del móvil. Entre gritos de histeria y pánico, las mujeres siempre bajaban corriendo y ellos aprovechaban para subirse, sentarse al volante y huir. “Si nos apresaba la policía, sabíamos que el juez nos daría una pena leve por carecer de armas. Después lo vendíamos y nos íbamos a beber ron a la playa. Hubiera seguido siendo así toda la vida. Pero una vez robamos a la hermana de un pez gordo que vendía ´perica` (cocaína), y nos pescó. Nos molió a golpes y casi me quiebra la columna vertebral. Eso fue un 12 de octubre, día de María Lionza, y mi santa madre comenzó a rezarle”. Pese a los diagnósticos adversos, su columna no se resintió y en poco tiempo Rafael estaba otra vez en las calles y con malas compañías, para sufrimiento de su madre. Caracas le brindaba, siempre generosa, tres opciones: beber caña hasta conseguir una cirrosis; sombrear su rostro en la cárcel o morir atravesado por el acero del puñal criminal o el plomo policial. “Como mi madre estaba muy preocupada, fue a una santera que le recomendó poner unas velas rojas a Johnny”. Según parece, es el más calmo de los integrantes de la Corte y el más cumplidor a la hora de rescatar a los más jóvenes de la carrera en el mundo del hampa. En poco tiempo, Rafael se fue calmando, dejó de vivir besando botellas y un amigo le presentó a una mulata canela de ojos penetrantes. Luego, el padre de ella le consiguió un empleo detrás del volante. “Entonces comencé a prenderle velas a la Corte. Por temor a que suba al taxi algún ladronzuelo y me robe. ¿Dónde está la moralidad?”, se pregunta el ex delincuente.
CAMPOS NON SANCTOS
Hombre de fe, Rafael aprovechó el paso obligado por el cementerio de Petare para visitar a un familiar que murió en una manifestación semanas atrás. Es habitual: cuando chavistas y antichavistas salen a las calles, los muertos se cuentan por decenas. Como ecos lejanos del Caracazo, todos los venezolanos tienen una explicación para cada hecho; y cada teoría se torna barroca, ambigua. Que fueron unos, que fueron otros. Que fue un autoatentado. Que la policía política –la temible Disip– obedece a la oposición, y quieren ridiculizar al Gobierno. Que los guardias sólo están entrenados para darle coñazos (golpes) al pobre y, con o sin Maduro, se los dan igual. “Igual se merecen que los maten a todos, por salvajes e ignorantes”, argumentan los más desdeñosos. Pero si mal viven sobre la faz de la tierra, peor lo hacen los que yacen bajo de ella, porque el cementerio luce en estado de abandono: hierbas crecidas, lápidas rotas y sepulcros abiertos componen un escenario dantesco. “Son los brujos que vienen a sacar huesos para hacer amuletos; de ese modo repelen a los demonios y a la misma muerte”, balbuceó Rafael. Para usar amuletos sobran motivos y balas. Es habitual que alguien en problemas mande a “arreglar” un cordón que se ata a la cintura y permite obtener buena suerte mientras así dure. Cuando se corta, el “trabajo” pierde vigencia y el sujeto debe acudir a su brujo de cabecera para adquirir otro “preparado”. Existe una opción más cara y más efectiva: implantarse bajo la piel dos balas en forma de cruz. La protección durará por siempre, salvo que las incrustaciones –gracias a pésimas condiciones de asepsia– infecten la carne del creyente. Sin embargo, los amuletos premium, los más deseados y caros, son aquellos confeccionados con huesos de los muertos. “Por unos billetes, los sepultureros dejan entrar a los brujos para que saquen la masa encefálica de los delincuentes muertos y hagan amuletos indestructibles”, confirió el guía. Las tumbas abiertas indican que Rafael no fabulaba. Si uno tiene oídos atentos, podrá escuchar que alguien acusa a otro de tener algún objeto “ensalmado”; es decir, que se hizo construir un amuleto recitando una serie de salmos o conjuros que le adjudicaron poderes extraordinarios. Hasta el mismísimo Chávez tendría un escapulario que perteneció a su bisabuelo materno, el Maisanta, caudillo popular que enfrentó al férreo dictador Vicente Gómez. “Dicen que ése es el talismán que lo salvó de la muerte en 2002, durante el golpe de estado”, repiten aquellos que quieren por igual al ex mandatario y a María Lionza. “Chávez estaba loco, pero no comía mierda. Sabía protegerse”, dedujo el taxista mientras la radio informaba que marchas opositoras y oficialistas ganarían, otra vez, las calles de Caracas. El tráfico se complicaba y los nervios crecían. Los policías, irritables, llevaban la mano a la cintura con cada bocinazo. El calor tropical preanunciaba algo. “Espero que esta vez la vida de ningún venezolano penda de un cordón arreglado”, suspiró Rafael. Las bullas y los tambores repercutían en toda la ciudad.