En una cena privada algunos años atrás, el escritor mexicano Carlos Fuentes le preguntó al entonces presidente Bill Clinton quiénes eran sus enemigos. Según cuenta Gabriel García Márquez, testigo de lujo esa noche, la respuesta fue inmediata y brutal: “Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha”. Tiempo después, a raíz de esa velada y sobre el recordado escándalo “Monica Lewinsky”, el gran Gabo escribió:
“¿Sería justo que este raro ejemplar de la especie humana tuviera que malversar su destino histórico sólo porque no encontró un rincón seguro donde hacer el amor? (…) Esta persecución ha sido una vasta y siniestra confabulación de fanáticos para la destrucción personal de un adversario político cuya grandeza no podían soportar”.
Traigo a colación este texto después de observar durante varias semanas al senador republicano Larry Craig tratando de explicar lo inexplicable sobre su conducta en un baño público del aeropuerto de Minneapolis. El senador por Idaho fue arrestado el 11 de junio pasado, acusado de incitar sexualmente a otro hombre. Todo cuanto Craig hizo fue golpear con su pie el zapato de quien ocupaba el compartimiento contiguo al suyo, gesto que en la cultura gay se interpreta como una invitación sexual. El hombre resultó ser un policía encubierto. El 8 de agosto, Craig se declaró culpable de “alteración del orden público” y pagó la multa correspondiente a la contravención. Según afirmaría después, su decisión de asumir la culpabilidad tuvo el propósito de evitar que el incidente se hiciera público. Pero el 27 de agosto, un semanario legislativo informó del arresto y la contravención se transformó en escándalo. Al día siguiente, el diario Idaho Statesman publicaba una historia que incluía tres denuncias previas de episodios homosexuales que involucraban a Craig. El mismo día el senador salió a refutar las denuncias afirmando que el agente que lo detuvo había malinterpretado su gesto: no era gay ni nunca lo había sido y sí había cometido un error al no buscar asistencia legal antes de declararse culpable. Aprovechó la ocasión para hacer una ferviente defensa de los “valores familiares” acompañada de una condena pública de la homosexualidad y una obstinada oposición al matrimonio gay. Finalmente, el sábado 1 de septiembre Craig anunció su decisión de renunciar a su banca en la Cámara Alta. La hipocresía del senador Larry Craig no sólo demuestra la doble concepción de la moral que subyace en algunos sectores de la sociedad norteamericana, sino que instala la certeza de que el final ineludible de la hipocresía es la soledad. El senador terminó condenando a muerte su carrera política, y pasará a la historia como un consagrado impostor moral antes que como un legislador gay. Sus pares lo han dejado completamente solo, y la comunidad gay, por supuesto, se ha hecho un festín con sus declaraciones de falso puritano.
Deborah Jeane Palfrey, una emprendedora y decidida mujer de 50 años, apodada la “Madama de Washington”, hace algún tiempo concedió una entrevista a la cadena ABC, y llevó consigo una pequeña muestra de su frondoso y distinguido listado de clientes. Funcionarios de la administración nacional, CEOs de prominentes corporaciones, funcionarios de la NASA, ejecutivos del Banco Mundial y del FMI, lobbistas, miembros del Pentágono y legisladores conformaban un abanico de extraordinaria influencia. Durante 13 años, Palfrey condujo exitosamente su pequeño imperio sexual desde la soleada California. Su estilo de management no difería del de cualquier empresa bien organizada. Las empleadas recibían regularmente un boletín elaborado por su propia dueña, en el que podían leerse desde consejos prácticos hasta perfiles de clientes para el mejor desempeño de sus tareas. Uno de los folletos recordaba a las señoritas prestas a dar servicio, que el Congreso reanudaba sus sesiones y, en consecuencia, la “temporada alta” había comenzado.
La sociedad norteamericana parece encontrar un encanto particular en los escándalos de personas públicas que implican la revelación de sus comportamientos sexuales. Y la difusión de estas historias suelen acabar con la vida política de cualquier funcionario. Es indudable que aquí se borra con el codo lo que se escribe con la mano. Se condena a la hoguera popular a un funcionario por una aventura extramarital, pero no se puede juzgar a un presidente que le mintió deliberadamente a su pueblo y al mundo para justificar una aventura bélica personal y atroz. La hipocresía parece ser la moneda corriente de estos tiempos, donde la doble moral impera por encima de los valores tradicionales y auténticos de los seres humanos. Y si bien la hipocresía se presenta como un sistema de vida pública casi infalible, no es inmune a la historia. Ésta, con la inequívoca sabiduría que le da el tiempo, echará un manto de luz sobre las verdades que hoy se pretenden confundir.
Como destino final de la hipocresía, la soledad –al igual que la historia– tiene todo el tiempo para esperar. Pero lo que tenga que ocurrir, sucederá inexorablemente. Si no, basta con observar el debate de los precandidatos republicanos a la presidencia de la nación: una carrera salvaje y desordenada para ver quién se aleja más rápido del legado que la administración actual se ha encargado de construir. George W. Bush ya ha comenzado el tránsito ineludible hacia su oscura soledad. Su casi profesional ejercicio de la hipocresía y su doble moral serán las paredes de su propio claustro.