Andrew Keen, en su libro The Cult of the Amateur, asegura que la automática transformación en periodista de cualquier individuo con acceso a una computadora personal o un teléfono móvil, viene creando una maraña de contenidos digitales en la que es ya imposible distinguir la información real de la manipulación, o del rumor sin fundamento o, directamente la noticia inventada. La tesis central de Keen sostiene que internet y las redes están matando nuestra cultura y asaltando nuestra economía. La rápida expansión de la conectividad sumada a la posibilidad de obtener con facilidad un dispositivo con conexión a internet, está inundando de información la red, haciendo muy difícil la tarea de discriminar entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso.
Al igual que en las viejas estrategias judiciales en las cuales se inundaba de documentación a la contraparte con el objeto de hacer pasar inadvertida la verdadera prueba incriminatoria, la red de redes cada día nos aleja un poco más del conocimiento verdadero, robándonos nuestro tiempo en búsquedas eternas. Siguiendo con Keen, el autor denuncia falsos blogs creados con el fin de engañar a los anunciantes que pagan pautas publicitarias según tráfico generado, o los “bloggers” a estipendio de grupos empresariales, políticos o de empresas de relaciones públicas disfrazando de información sus campañas de marketing, o “confundidores” profesionales al servicio de causas de dudosa moral, campañas de desprestigio y otros usos periféricos. Con la intención de dimensionar el fenómeno, he ido a Google a buscar la cantidad de blogs que existen en la actualidad. Luego de unas horas de investigar, termino por asumir que entre 50 y 150 millones se encontraría la cifra más cercana al número verdadero de blogs existentes. Son tantos los que opinan al respecto, y que a su vez citan fuentes que citan fuentes que citan fuentes, que es muy difícil y lleva mucho tiempo hallar un espacio serio y creíble para dar por terminada la indagación. Como sea, aun tomando el número más bajo, pareciera ser una cantidad desmesurada. Más allá del fundamentalismo intelectual y un poco miope de Keen, una cosa es cierta; para ese lema siempre cruel que reza “Si no los puedes convencer, confúndelos”, la web es un canal extraordinario. Como todo, la herramienta en sí misma no tiene moral ni conducta. Siempre está esperando que el uso que le da el hombre la defina. La nube virtual cada día presenta mayor cantidad de información en condiciones de calidad que van desde lo vergonzosamente impresentable hasta la brillantez absoluta. Cada día la pregunta más importante es cómo ir directamente a lo bueno, a lo útil: cómo saltarnos la publicidad encubierta, la operación política, la difamación oportunista o simplemente el espacio del opinador aficionado cuya buena voluntad no lo redime. A la larga, la reputación terminará por ser el filtro. Hay una razón por la que le damos mayor credibilidad a una columna de The New York Times que al comentario de una vecina en la peluquería. La buena reputación es algo que se alcanza con un comportamiento ético, con un proceder riguroso en la investigación, con un compromiso irrenunciable con la verdad y con una honestidad pura y brutal. Sin embargo, la reputación no es la consecuencia de un acto, sino la demostración de una conducta sostenida en el tiempo. Y la Web parece no digerir muy bien aquellas cosas que requieren tiempo para su consolidación: el universo virtual, cual Millennial reclama todo ya. Aquí y ahora. O funciona rápido o no funcionará jamás. Casi como una verdad virtual. No obstante, el caso WikiLeaks nos ofrece un costado interesante para el análisis más allá del fenómeno en sí que representa. A pesar de contar con su propio y muy conocido espacio en la web para la publicación de sus célebres filtraciones, su último gran paquete de información —consistente en cables emitidos por las distintas embajadas norteamericanas alrededor del mundo— fue difundido por los cinco periódicos más prestigiosos del mundo. Julian Assange, fundador de WikiLeaks, eligió este modelo porque entendió que, si les daba la información a estos medios de gran prestigio, éstos podrían chequear las fuentes, editorializar dicha información y publicarla dentro de un contexto de pertenencia que le permita al lector comprenderla mejor y, a su vez, lograr un mayor impacto y una difusión encadenada de cada uno de los temas filtrados. Si el material sólo hubiera sido publicado en su totalidad en el sitio de WikiLeaks, hubiéramos asistido a una interminable lista de más de 250 mil cables, titulados por un número de ID y un código de su origen, sin edición alguna y sin pistas sobre lo que contienen. La tarea profesional de investigación periodística y edición jerarquizó la información, la puso en contexto y le dio un protagonismo que en su forma original jamás hubiese alcanzado. Y lo hizo a la sombra protectora de marcas de medios de gran prestigio y credibilidad, donde el nombre WikiLeaks también podía beneficiarse con la traslación de atributos de confiabilidad que devienen de los periódicos elegidos por Assange. Las horas diarias de lectura de todos nosotros son limitadas, y contamos con herramientas tecnológicas que debieran ser un aporte a la optimización de ese tiempo, y no a la inversa. Es de esperar que la próxima herramienta de esa gran herramienta llamada Google logre separar la paja del trigo y reconozca la reputación del emisor antes de situarla en los primeros lugares de la búsqueda, reordenando el juego de roles que toda comunidad organizada requiere para crecer. En definitiva, si uno realmente desea desinformarse, siempre puede ir a la peluquería.
© 2022 – Alex Gasquet