Llegué a Los Ángeles, California, hace más de un año. Y estoy dejando la ciudad en este preciso momento. Viajo con mis dos perros por carretera hacia Miami, donde he vivido más de 15 años. Son dos mil setecientas diecisiete millas para pensar, para reflexionar sobre lo vivido en un año lleno de contrastes.
Vine con un contrato de trabajo que se cumplió a medias por razones que no vale la pena profundizar. Vine por más (mucho más) y me voy con menos (mucho menos). Y no me refiero a lo material que siempre es aleatorio. ¿Cómo me siento? Decepcionado, un poco triste, y a la vez feliz de regresar al mar caribe, a esos atardeceres de película, y a las copas de vino con amigos entrañables de esos que no se encuentran.
Al tiempo que me voy alejando, la distancia me invita a la reflexión. Se impone ese balance que todo ser humano persigue al cierre de un ciclo.
Los Angeles es una ciudad de profundos contrastes. Tiene el clima, la montaña, el océano, el tamaño, la economía… Pero tiene también una enorme nube negra encima de su cabeza alimentada salvajemente por la mayoría de las personas que viven allí. Una energía indefinida. Oscura. Solitaria.
Generalizar nunca es bueno. Lo se. Pero permítanme decirles que aquí la mayoría de las personas son superficialmente amables, superficialmente educadas, superficialmente empáticas, superficialmente adorables y profundamente superficiales. Enfermos del quiero más, de la apariencia, de la fama, del dinero, del poder, de la influencia y donde el parecer es siempre más importante que el ser. Adoradores del falso simplismo y la autoayuda. Negadores profesionales. Y lo digo entendiendo la total relatividad de mi afirmación. Es solo una opinión formada en base a una experiencia personal. Aunque cabe destacar que hay algunos datos objetivos que parecen ratificar mi sensación: Esta es una ciudad de personas solas. Hasta las que están acompañadas, están solas. Según las últimas cifras del censo, en un tercio de los hogares de la ciudad vive una sola persona en solitario. Esto Incluye a jóvenes y viejos, ricos y pobres, hombres y mujeres y no distingue profesión. Los Angeles es la única ciudad del mundo que conozco que tiene paseadores de personas. Sí. Paseadores de personas. El afiche que promociona el servicio destaca entre las ventajas de contratarlo, razones como estas:
– “¿No quieres que la gente te vea caminando solo y asuma que no tienes amigos?
– ¿No puedes caminar solo en silencio, forzado a enfrentar tus pensamientos sobre tu futuro incierto, o sobre tu propia insignificancia en este universo en constante expansión?
Cuando se trata de conectarse, esta ciudad de 4 millones de habitantes puede ser especialmente odiosa. Distancias extensas, tráfico imposible, pero fundamentalmente se percibe una actitud social de individualismo extremo, egoísmo, soledad y falsa empatía. Las personas aquí subestiman el valor de pasar tiempo en compañía genuina de otros seres humanos que sepan tu nombre, conozcan tu historia, que te hablen, te escuchen, se interesen y que además se preocupen si de pronto desaparecieras. El compromiso personal no va más allá del emoticón. La honestidad emocional e intelectual no es un valor en alza. Si te abres, podrían descubrirte. Y eso no está en los planes de nadie. Aquí las personas ni siquiera llaman a la gente que conocen. Solo se envían mensajes de texto. Pareciera que la voz humana implica una clase de conexión que no se animan a afrontar.
Los habitantes de Los Angeles tienen miles de seguidores en Facebook e Instagram, donde editan sus vidas tratando de parecer la persona en la que quisieran convertirse. Pero en su soledad saben que, en ese escenario, un post que mencione su estado emocional real no recibirá respuesta alguna.
Aquí nadie es lo que parece. El camarero es actor, la azafata es actriz, el valet parking es director, el paseador de perros es guionista, y la lista es interminable. Aquí el negocio del “tú puedes con tu sueño” es una industria millonaria que alimenta escuelas de actuación de todo calibre, oficinas de representantes, «coaches» de dudosa honorabilidad y productores que venden fantasías por doquier. Un negocio enorme que no sería posible si le dijeran la verdad al 70% de los aspirantes a famosos respecto que no tienen el talento, la capacidad o la preparación.
Aquí la negación y la fantasía llegan realmente lejos. Aspirantes a actores con marcado acento extranjero en su inglés, a los que les aseguran que su acento está de moda y que es lo que hoy busca Hollywood; aspirantes con serios problemas para memorizar 5 líneas de texto que se entregan a las manos del influyente de turno; jóvenes que llegaron hace 9 meses persiguiendo fama y dinero y aún duermen en su automóvil. La mentira viaja de un lado a otro de la ciudad alimentada por la ceguera de la vanidad y la ingenuidad deliberada. Todo vale en este Hollywood de ensueño.
En un año no he conocido a una sola persona que se interesara genuinamente por otra persona. Sus formas de conexión son transaccionales. Se trata de encontrar qué pueden obtener de cada relación que entablan. Aquí, la diferencia entre la prostitución y una relación casual con intercambios (un viaje exótico, generosas visitas al shopping o una simple oportunidad de audición) es solo una cuestión semántica. Es una ciudad de zombis. Todos reclaman atención. Pero nadie parece estar dispuesto a darla seriamente.
Por supuesto, aquí no hay espacio para el amor. El amor es una distracción imperdonable. Un atroz atentado contra el mandato transaccional. Aquí el amor confunde, ralentiza el camino al éxito, y solo implica pérdida de oportunidades. Aquí las relaciones son descartables si no proveen algo tangible.
Aquí las personas vienen y van. La migración es una puerta giratoria. Según la oficina del censo los que abandonaron California en 2017 superan en 140,000 personas a los que han llegado en el mismo periodo, en una tendencia que se sostiene desde 2008. Los Angeles atrae a las personas en sus veintes pero pierde a las que están en sus treintas. California, en general, no crece como una sociedad completa. Está perdiendo el concepto de familia. Y esta realidad demográfica tal vez explique la consagración de una conducta social individualista, salvajemente competitiva, solitaria, egoísta y decadente.
No hay nada de especial en esta ciudad más allá de la fantasía inventada por la estupidez y la falta de sentido común de los cultores de lo “cool”. Los Angeles tiene la peor congestión de tráfico del mundo, según un estudio realizado en 2017 por Inrix Global Traffic Scorecard, superando a Moscú, Nueva York y San Pablo. Es, además una de las zonas sísmicas más activas del mundo. Asentada sobre la falla de San Andrés vive a la espera de su «Big One»: un terremoto de dimensiones catastróficas que puede ocurrir en cualquier momento entre ahora y los próximos 100 años debido a la tensión acumulada en la falla de San Andrés. El transporte público es casi inexistente y la renta de una vivienda es ridículamente cara. Los ricos viven protegidos y confortables mientras la gentrificación y las tasas de pobreza, indigencia y crimen aumentan año tras año.
Los Ángeles fue calificada como la ciudad más estresante de Estados Unidos. Todos los gurús del simplismo y la autoayuda, los estudios de yoga, los bares de zumos y las limpiezas metafísicas de colon que crecen como hongos en todos los rincones de Los Ángeles, nacen para prestarle un servicio cool al angelino estresado. Aparentemente, toda «la buena vibra» que forma parte de la escenografía de esta ciudad no logra compensar el smog, el tráfico horrible, la hipocresía, la mala economía, la soledad y los escandalosos precios de la renta. Un estudio de la Asociación Americana de Psicología demostró que los angelinos no solo están descontentos con su situación económica; incluso cuando tienen trabajo, están completamente insatisfechos y eso está afectando su salud física.
Los Ángeles es la sexta ciudad más tóxica del país. La ciudad es un pozo de toxinas. Y si bien se ubica en el número 6 del país en toxicidad, la calidad del aire es la peor de todo Estados Unidos, con un smog que crea una capa gruesa de veneno sobre la ciudad. La calidad del agua es pésima y contiene elementos como arsénico y metano. El promedio de muertes de peatones atropellados en Los Angeles es el triple que el promedio nacional. Para los ciclistas, solo es el doble que en el resto del país.
Aquí, todos viven en un mundo de fantasía. Están tan apegados a esa historia inventada acerca de quienes son, que desechan todas las señales que la realidad les provee causándoles tanta ansiedad como miedo. Un mundo, en cierto modo, vacío, silencioso y, la mayoría de las veces, solitario. No estoy en contra de perseguir los sueños; todo lo contrario. Pero cuando las expectativas están tan divorciadas de la realidad convierten a las personas en zombis sin alma. En intrascendentes mercaderes de sus propias vidas. Objetos animados vendibles al mejor postor.
Pertenecer parece ser el objetivo central, excluyente y obsesivo de los habitantes de Los Angeles. Decenas de miles de ingenuos que alimentan el negocio de unos pocos. Los Angeles muestra una de las concentraciones más cerradas de poder, dinero e influencia de todo Estados Unidos. Los devotos de las relaciones transaccionales con mucha, mucha suerte y la disposición total para hacer lo que sea (sí, leíste bien: lo que sea) pelearán incansablemente por acercarse a las puertas de una oportunidad. Pero la estadística dice que cada año solo 1 persona de cada 400,000 llega a incorporarse realmente a ese cerrado círculo.
Para los habitantes de Los Angeles la alegría siempre es efímera, superficial e incompleta. Cuando la realidad los alcanza, durmiendo en sus autos o en un húmedo y oscuro patio trasero, vuelven a ese lugar donde su vida real existe. Algunos no lo resisten. Su sentido de la moral y de la lógica pueden más y abandonan la ciudad. Otros, con entrenamiento, la cuota de negación suficiente y un desprecio total por los valores más básicos del ser humano, sepultarán su dignidad y volverán al ruedo donde la fantasía y el sueño de fama y fortuna sin mérito les inyectará – en forma de “likes” – el combustible necesario para seguir.