En la que ha sido considerada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como la mayor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial, millones de personas escapan de una muerte segura en sus países de origen y emprenden largas y riesgosas travesías hacia Europa. En 2015, el número de migrantes y refugiados que ingresaron a países de la Unión Europea (UE) por mar o por tierra superó el millón de personas, según la Organización Internacional para las Migraciones.
Pero a pesar de lo que ha sido presentado como una crisis migratoria sin precedentes en las fronteras de Europa, el problema que enfrenta el viejo continente es bastante menor al que viven los países vecinos de Siria que han recibido a la mayor parte de los casi 5 millones de refugiados que han huido de ese país desde que comenzó el conflicto. En las primeras seis semanas de 2016 han llegado a Europa más personas que durante los cuatro primeros meses de 2015. Una de cada tres personas que arribó a Grecia es un niño. Más del 91% de las personas que entran a Grecia provienen de los diez principales países de origen de refugiados. Al ser entrevistados a su llegada, una enorme mayoría declara haber dejado sus países debido a los conflictos que amenazan sus vidas y la de sus familias. El mayor flujo de desplazados que arriba a las costas europeas proviene de Siria. Allí, la población es víctima del enfrentamiento entre los partidarios del presidente Bashar al-Asad, las tropas rebeldes, grupos yihadistas y el Estado Islámico. Sin embargo, no es el único país que aporta a esta corriente migratoria hacia Europa. Afganistán, donde Estados Unidos ha prolongado la presencia de sus tropas debido a la inestabilidad política y a los atentados cometidos por la insurgencia talibán, ocupa el segundo lugar de una larga lista. El tercer país es Eritrea, seguido por Nigeria donde las matanzas ejecutadas por el grupo terrorista islamista Boko Haram crecen sin control. Al Shabab, otra milicia de las mismas características, ha provocado más de 100 mil muertos en el quinto lugar de este desafortunado ranking: Somalia. Kenia tiene en Da-daab el campo de refugiados más grande del mundo donde más de 300 mil personas han buscado amparo. Irak, Pakistán y Sudán completan la parte más crítica de la lista. Los dos primeros sometidos por facciones yihadistas, grupos talibanes y violencia sectaria contra minorías étnicas y religiosas. Mientras que Sudán vive una guerra constante entre las etnias Dinka y Nuer.
La ONU calcula que allí existen más de 900 mil desplazados. La situación alimentaria y sanitaria es crítica. El mundo profundiza el abismo existente entre los países desarrollados y el resto.
El migrante económico ha sido una realidad más o menos controlada en las últimas décadas. Pero esto es diferente. Hoy vemos a diario como miles de personas se aglutinan en caravanas humanas intentando llegar a los países de la Unión Europea huyendo del horror de la guerra civil: bombardeos, abusos, torturas y ejecuciones. Desamparada, ignorada en su dolor, con miedo, hambre y frío, esa marea imparable y agónica de seres humanos deambula de un lugar a otro con la mirada vacía. Familias enteras sumidas en la más absoluta y desgarradora desesperanza. Atraviesan fronteras, mares y montañas para arribar a una tierra donde esperan algo de comprensión, solidaridad y esperanza.
Aunque la llegada les azota un golpe de realidad atroz, despiadado y por momentos incomprensible. La falta de recursos, el cierre de fronteras y el desprecio sistemático son prueba cruel de que algo se ha quebrado en la conciencia de las personas. Políticos, dirigentes, ciudadanos.
En todos los niveles puede apreciarse que esta masiva corriente de refugiados llegando a Europa despierta los peores miedos, y las más irracionales de las reacciones. Sienten el impacto en su soberanía, temen perder la capacidad de decidir qué quieren ser como comunidad, a quién aceptar y quién tiene derecho a decidir sobre la admisión o el rechazo. El miedo nunca ha sido buen compañero de los derechos humanos. Y la sensación de inseguridad provocada por los recientes ataques terroristas en Europa está siendo utilizada para imponer una «cultura del miedo» que cercena los derechos fundamentales, tanto de los recién llegados como de los autóctonos. Esta es una de las conclusiones del Informe Mundial 2016 de la organización Human Rights Watch. La religión ha cobrado un papel protagónico en el debate por la aceptación de refugiados. Hungría y Eslovaquia han rechazado categóricamente dar asilo a refugiados musulmanes. La despreciable aprobación de medidas que permiten la confiscación de bienes de los desplazados en países como Dinamarca, Suiza o Alemania completa un panorama desolador. En Dinamarca, todo lo que pueda tener un valor de más de 1452 dólares queda sujeto a confiscación, aunque se trate de un recuerdo familiar, un anillo de casamiento o un símbolo religioso. En el noreste de Inglaterra, en la ciudad de Middlesbrough, decenas de casas que albergan a refugiados tienen sus puertas pintadas de rojo para identificarlos frente a todos. Como ocurrió con los judíos en la Alemania nazi o en tiempos del apartheid en Sudáfrica, esto convierte a los desplazados en blanco de abusos y discriminaciones por parte de extremistas. Las viviendas que ocupan son atacadas con basura, huevos y piedras, y amanecen cada jornada con inscripciones racistas.
En paralelo, la crisis siria —lejos de acercarse a un final— aparece cada vez más comprometida. Sin una solución política del conflicto a la vista, los millones de refugiados sirios no tienen esperanzas de volver a casa en un futuro cercano y cuentan con escasas oportunidades de reiniciar sus vidas en un exilio que los estigmatiza, los niega y los rechaza. A diario asistimos a imágenes desgarradoras provenientes de muchas fronteras europeas.
La verdadera sabiduría exige madurez emocional, autocrítica y empatía. Solidaridad. Para los tiempos que vienen resultará vital que todos juntos podamos vencer al miedo, la xenofobia y la radicalización de nuestros prejuicios como un aporte para recobrar la cordura. Consagrar el odio como la respuesta al miedo no hará más que transformar a este mundo en un lugar aún más peligroso de lo que ya es hoy. Debemos enfrentar la dantesca realidad de los refugiados, ponernos en su piel, ver a nuestros propios hijos en los ojos de sus hijos y salir de nuestra confortable y deliberada desmemoria, para exigir tolerancia y compasión con aquellos que sufren un calvario que, desde nuestras confortables vidas, resulta inimaginable.