En este momento de la política estadounidense una cosa es cierta: el pueblo americano ha perdido toda la fe en los sistemas organizados de poder que la política tradicional ha ejercido durante décadas.
Todos atacan al establishment. Y esto probablemente se explique en el hecho que el término se ha convertido en un saco donde poner todo lo indeseable. Todo lo que se entiende como injusto, improductivo, sectario, corrupto o simplemente contrario al pensamiento individual. Lo curioso – o no tanto – es que nadie parece pertenecer a él; y cada uno lo define de tal forma que lo posicione inequívocamente fuera del alcance del término, o hasta le permita ubicarse como una víctima.
El término establishment fue acuñado por el periodista británico Henry Fairlie, quien lo utilizó por primera vez en 1955, y lo definió de la siguiente manera: “Por establishment no me refiero sólo a los centros del poder oficial —aunque sin duda forman parte de él— sino más bien a todo el entramado de relaciones oficiales y sociales en el que ese poder se ejerce”. Diez años después, el mismo Fairlie admitiría que, por su “vaguedad y carácter informe, el término ya estaba utilizándose en cualquier país y aplicado a casi cualquier cosa».
El ex candidato Ted Cruz durante su campaña solía llamarlo “el Cártel de Washington”; una especie de organización criminal dedicada a recortarle todas las libertades a los ciudadanos. Bernie Sanders ha elegido como la expresión mas acabada del establishment y eje del mal a Wall Street. Ese entramado financiero que con su influencia ilimitada en la política y la economía del país pone en riesgo la cohesión social. Pero la mayor curiosidad de este extraño presente es el hecho de que el mayor detractor del establishment sea el favorito del Partido Republicano, el magnate inmobiliario Donald Trump, hijo de millonario, neoyorquino, miembro de la élite de la Costa Este de Estados Unidos que, históricamente, se ha asociado directamente con el Establishment. Alguien de moral escandalosamente flexible, racista, misógino y cuya historia prueba que se ha enriquecido gracias a las debilidades e injusticias del sistema.
El protagonismo alcanzado por Bernie Sanders y Donald Trump en esta carrera por la Casa Blanca ilustran el actual poder de llegada del populismo. Y esto es así al punto de fijar una incongruente cercanía de discurso entre dos candidatos al mismo tiempo antagónicos: hombre rico-hombre pobre, cristiano-judío, xenófobo-filántropo, intuitivo-racional, violento-pacifista, antipolítico-político, ultraliberal-socialista, individualista-colectivista. Podría añadirse en este juego de contrastes la más obvia de todas, republicano-demócrata, pero las expectativas de Trump y de Sanders se explican precisamente por la distancia que han adoptado respecto al viejo paradigma. Ambos enfatizan su distancia con el sistema en una búsqueda frenética por agradar. Por brindar con cierto desdén respuestas simples a problemas complejos a un pueblo desengañado, escéptico, descreído. Donald Trump construye su imagen mesiánica desde la obscena propagación del miedo y la división, apelando a los trucos más viejos y simplistas de la historia humana. Bernie Sanders lo hace desde la utopía, desde un deseo que no llega a ser promesa pero que invita a ese sueño infinito que sume a las personas en la negación y la irrealidad. Trump es decididamente la expresión del mal. Y Sanders apunta a un contra discurso. Un camino que pretende legitimar moralmente a cada paso. Extiende la mano al inmigrante, enarbola el pacifismo, reclama la redistribución justa de la riqueza, devuelve al Estado un papel tutelar y fomenta una conciencia medioambiental universal.
Pero si es cierto que la política es el arte de lo posible, es mas cierto aún que el populismo no es una ideología. Es mas bien una actitud simplista, una retórica que persigue un fin miserable y corto: el poder por el poder en sí. El populismo vende una idea de reconstrucción democrática usualmente muy alejada de lo que es realmente posible.
El 15 de junio de 2015, Jeb Bush anunciaba su candidatura con un discurso tradicional y estratégico y se mostraba como el gran candidato del partido republicano. El que tenía más dinero, hijo y hermano de presidentes, el de mayor capacidad de recaudación y el más experimentado. Hablaba español, su posición moderada lo acercaba a electores independientes sin perder fuerza dentro del partido. Un día después, el 16 de junio, Donald Trump lanzaba su propia candidatura con un discurso inolvidable: prometió la construcción de un muro a lo largo de toda la frontera con México, acusó al gobierno mexicano de enviar a Estados unidos criminales, narcotraficantes y violadores y aseguró que regresaría los puestos de trabajo a Estados Unidos que emigraron a México y a China.
Ese fue el principio del fin de un Jeb Bush que se derrumbó sin siquiera entender qué fue lo que lo había atropellado. Este fue el primer síntoma de debilidad del establishment. El segundo fue la insospechada permanencia de Bernie Sanders hasta el final de la contienda Demócrata. No obstante, el triunfo casi asegurado de Hillary Clinton en las primarias muestra que el establishment se mantiene vivo.
Lo que viene parece ser más interesante aún. Las encuestas para la elección general entre Hillary Clinton y Donal Trump le dan una ligera ventaja a la secretaria de estado. Pero nada es seguro. Y, curiosamente, si la contienda fuera entre Sanders y Trump, el demócrata ganaría por márgenes mucho mas holgados. En síntesis, las personas quieren escuchar lo que hasta ahora nadie se atrevía a decir. Y ese es el terreno mas fértil que puede encontrar el populismo.
Como siempre, en toda mentira o exageración hay una parte de verdad. Y los discursos de los dos candidatos mas populistas que ha visto este país en décadas contienen muchas verdades que el pueblo americano quiere escuchar de su clase política. Pero a un presidente no solo se lo vota por señalar lo que está mal, sino que se espera de él un plan para proveer soluciones reales en un marco de viabilidad y coherencia.
Y de eso no se habla. Este país está cambiando y, una vez más, sus interlocutores no parecen estar a la altura.
Alex Gasquet. ©2016