Los eruditos aseguran que Don Quijote nunca dijo: “Ladran, Sancho”. Y que en Casablanca nadie pidió: “Tócala de nuevo, Sam”. No es momento de ponerse a discutir. El detalle sólo se incluye como precedente de una célebre frase de Bogart en su lecho de muerte, que tampoco habría existido, pero que miles retenemos como verdadera. El imaginario popular es, por suerte, más afectuoso que la erudición. Y recién después de repasar la vida del gran actor con cara de póquer podremos revalorar sus palabras, su extraño sentido del humor y su legendaria hidalguía. Ahora es 25 de diciembre de 1899 y nace Boogie en New York, sano y sin rastros de previsibles anomalías, para alivio de su madre, Maud Humphrey, y de su padre, Belmont de Forest Bogart, ella alcohólica y él morfinómano. Eso sí, no se trata de un matrimonio pobre ni nada que se le parezca.
A diferencia de la mayoría de los actores y deportistas de la época, Boogie proviene de un hogar rico y culto. Maud es una de las más cotizadas dibujantes de revistas, y Belmont un prestigioso médico, y su casa es una auténtica mansión con servidumbre y elegantes fiestas al tono: el primer escenario donde Boogie debió actuar como un niño bueno, para no alentar las golpizas a las que su padre lo sometía cuando no estaba drogado y su madre dormía tras una borrachera nocturna. Feo comienzo que, curiosamente, no lo induciría al rencor sino al silencio y a la timidez, a no destacarse en nada hasta los 14 años, y a ser un alumno huraño y distraído, sin ningún amigo y con arranques de violencia cuando algún maestro pretendía sacarlo de su sórdida apatía. Nunca un gesto de cariño paterno, jamás la habitual protección materna, y así, ¿cómo podía el niño Boogie aprender a amar a los demás? Y por si esto fuese poco, para paliar sus constantes jaquecas Maud se aficionó a la morfina que Belmont se inyectaba cada día. El desastre doméstico sólo declinaba un poco durante tres meses, cuando los Bogart se mudaban a una vivienda veraniega, entre bosques y playas de ensueño. “Allí fui feliz –diría Boogie a los 40 años–porque me fugaba todo el día sin riesgo de reproches o castigos, y fumaba, y además estaba el teatro”. Dicho esto, en referencia a que allí sí tenía amigos, con los cuales improvisaba comedias ligeras en su casa, guiado por ciertos libretos para amateurs que él siempre se había negado a representar en el proscenio estudiantil. Fue su vía de escape de la realidad a través de la ficción y, aunque él aún no lo supiera, su gran tabla de salvación. Ya era un adolescente, leía con voracidad, jugaba al ajedrez con insólita destreza y sabía navegar a vela como un veterano marinero solitario. Estaba listo para seguir su propio derrotero, cuando su padre vendió la casita de Seneca Point, compró otra en Long Island y a él, que parecía sobrar en esa desdichada familia, decidió recluirlo en un instituto de Andover, de reconocido rigor educacional y un puritanismo rayano con la abstinencia en todos los aspectos de la vida afectiva. Allí, ahora sin tapujos, Boogie se comportó como un rebelde sin causa y no tardó en hacerse expulsar por su escaso acatamiento de las reglas de convivencia, su mediocre rendimiento intelectual y su ruda actitud general, que saltaba de la inercia en clase a la explosión temperamental cada vez que le llamaban la atención. Y volvió al hogar en el que no lo deseaban, triste pero resuelto y seguro de sí mismo, con una clara idea en la cabeza: alistarse como marinero voluntario para la Primera Guerra. Corría junio de 1918 y la conflagración mundial ya estaba en sus tramos finales, pero para el golpeado Boogie ese mes y ese año significarían la emancipación espiritual y, a la vez, un serio gesto de amor hacia la humanidad. Se dice que, en acción naval, sufrió un accidente que le paralizó el labio superior, fijándole esa estática manera de hablar, con cara de póquer y melancólica mirada. Pero es probable que esto haya sido un invento de los estudios cinematográficos, tanto como que haya nacido exactamente en Navidad, para acrecentar su imagen de actor recio con un enigmático halo de ternura. Lo cierto es que al fin de la guerra su amigo veraniego Bill Brady, vástago de un poderoso empresario de Broadway, lo contrató como director de una obra teatral suya, y ambos se volvieron inseparables en las barras de los clubes de jazz, donde imaginaban inéditas puestas en escena e ingerían tragos exóticos hasta altas horas de la noche. Que Boogie bebía y fumaba desde temprana edad, era harto evidente. Que nunca rodaba por el piso como un vulgar borrachín, también. Y en 1921, manteniéndose erguido, debutó en las tablas como un mudo mayordomo japonés, y en 1923 como un reportero del que un agudo crítico de World dijo: “Bogart es bien parecido y de buenos modales, una grata novedad en medio de tanta vulgaridad”. Ciertamente, por su educación a la antigua, Boogie bien podría haber pasado por un actor británico. Pero pese a este primer elogio llevaba una vida disoluta en todo antro pecaminoso que se le pusiera a mano y, embriagado, aunque no se le notase, cometía muchos errores al decir sus parlamentos teatrales. En ese indolente estado conoció a la que sería su primera esposa, Helen Menken, durante una gira con la compañía de Brady, tras protagonizar un éxito de temporada por el que la crítica especializada comparó su carisma con el del mismísimo Rodolfo Valentino, latin lover por excelencia. Pero Helen lo superaba en renombre y en salario y, según dijeron las malas lenguas, sólo por eso él se habría casado con ella, en mayo de 1926: para usarla como trampolín a la fama. Difícil de creer porque, más allá de que el joven matrimonio duró apenas un año y medio, Helen y Boogie se hicieron amigos para siempre. Y en abril de 1928, él contrajo segundas nupcias con otra compañera de ruta, la actriz Mary Phillips.
Corría 1929 y la Gran Depresión hacía pedazos el Sueño Americano. Pero la Fox se había fijado en Boogie y lo invitaba a viajar a Hollywood, para ver qué se podía hacer con él en cámaras. Solo, porque Mary se negaba a dejar New York, en un año rodó seis películas olvidables por salarios detestables y conoció a uno de sus tres mejores amigos de toda la vida: Spencer Tracy, también exiliado de Broadway. Brady incluido, el tercero de ellos sería el genial cineasta John Huston, con quien compartirían copas y aventuras dentro y fuera de los sets. El caso era que en las películas le tocaban sólo los papeles secundarios, que equilibraba sus gastos jugando al ajedrez para apostadores profesionales, y que, en 1934, a los 35 años y ya demasiado maduro para aspirar al estrellato individual, morían su padre –dejando un reguero de deudas familiares por pésimas inversiones–, y Brady, tras una doble crisis matrimonial y un incendio. Y sintió horror, y bebió más que nunca.
No volvió al teatro y se entregó al cine, ahora en la Warner, en calidad de mero esclavo dramático y bajo un durísimo régimen de explotación: seis días a la semana, más de 10 horas promedio por jornada y, con viento a favor, acaso 400 dólares semanales. Durante el rodaje de Una mujer marcada conoció a Mayo Meted, actriz casada a la que, divorcios a dos manos mediante, desposó en abril de 1938. Fue su penúltimo y más trágico vínculo amoroso. Ella vivía a base de gin y, borrachos los dos, reñían en privado e incluso en público con una virulencia que ni siquiera rozarían los escándalos etílicos de Ava Gardner y Frank Sinatra. A tal punto que en cierta ocasión y en cierto bar de moda, la Mayo noqueó a su vociferante marido con un único y tremendo cross a la mandíbula. Se escribió que Boogie cayó de espaldas y quedó tendido en el piso, pero sin soltar su copa. Y que alguien le habría preguntado: “¿Te duele?”.
Estaba hundido, pero, tras hacer ocho películas en un año, llegaría a pagar lo adeudado por su padre, y a decir: “Siempre lo extrañé”. Y en 1939 ya era parte de la familia Warner, aunque se sintiera frustrado como actor y un mal hijo de su madre viuda, a quien había llevado a vivir con él a Los Ángeles y que, de tanto alcohol y morfina, ya desvariaba como una demente sin posibilidad de retorno a la lucidez. Corría 1939 y, a sus 40 años cumplidos, el público se había acostumbrado a que Boogie fuese un eterno segundón, una figura relegada en roles de gánster menor o vago cansino y opaco. Y, no obstante, supo brillar como uno de los tres simpáticos fugitivos de Ángeles de cara sucia, con lo que llamó la atención del por aquel entonces guionista John Huston, que preparaba el libreto de El último refugio para el director Raoul Walsh. Y así recomenzó, reemplazando a Paul Muni y enterrando a su madre apenas terminado el rodaje. De aquí en más, la fama y el mito. En 1941, Huston consigue dirigir su primera película, nada menos que El halcón maltés, y Humphrey Bogart encarna al lacónico detective privado que no sólo resuelve el enigma policial, sino que, con mortificante equidad, envía a prisión al culpable del crimen: la mujer de la que se ha enamorado. Lágrimas, aplausos y éxito global. Tanto que para compensar su maltrato laboral respecto de Boggie, la Warner decide promocionar su imagen de galán duro y reconcentrado a cuenta de futuros salarios. Por el momento, imposible pagarle más. Además, por primera vez lo han dejado besar a la heroína en cámaras, cosa que nunca podía hacer como actor secundario, y es 7 de diciembre y los aviones del Imperio japonés acaban de bombardear la base hawaiana de Pearl Harbour, y Estados Unidos entra de lleno en la Segunda Guerra y quién sabe si los productores querrán seguir financiando películas. Ardid que no impide que Huston vuelva a dirigirlo ese mismo año, en A través del Pacífico. Negocios son negocios y, en semejante encrucijada, hay que ser más comprensivos que antes. Pero en 1942, estrenada Casablanca, Boogie pierde la paciencia y reclama lo que le pertenece: dinero, respeto y vacaciones. Le conceden 2.750 dólares a la semana y un mes de descanso. Filmada en plena guerra, en una colonia africana con alemanes nazis y franceses colaboracionistas, donde Rick regentea un típico bar americano desde el que ayuda a escapar a los refugiados europeos a América y, otra vez, pierde a la mujer amada; Casablanca es un fenómeno de taquilla con un astro fuera de serie. Y su nombre es sinónimo de virilidad sin afectaciones, de apertura ética y de tolerancia ilimitada, al mejor estilo del viejo Hemingway. De quien, precisamente, Howard Hawks filma una versión de la novela Tener y no tener, con Boogie como un antihéroe manco que, nuevamente, auxilia a los demás sin pedir nada a cambio. Lejos de la actual e ímproba noticia que sindica a Ernest Hemingway como un caprichoso oficial norteamericano que en la posguerra habría asesinado a sangre fría a más de cien prisioneros germanos, en aquella hermosa película a Boogie lo acompañó quien sería la mujer de su vida, más allá de que él fuese 25 años mayor que ella: Lauren Bacall, más conocida como Betty.
Recién divorciado de la agresiva Mayo en 1945, Boogie se casa con Betty en una granja de Malabar, a salvo de la prensa y de los curiosos. Luego, juntos, rodaron El sueño eterno, otro thriller que colmó plateas y los volvió la pareja más popular del cine. Ya la Warner quiso recontratarlo por otros quince años, y llegó el boom de 1947: El tesoro de Sierra Madre, del gran Huston. Claro que, en 1948, tras rodar Cayo Largo y con Betty ya embarazada, ambos fueron acusados de comunistas por el Comité de Actividades Antiamericanas del funesto senador McCarthy. “¡Qué conmovedor!”, replicó Boogie, inmutable. Y montó su propia productora, y nacieron sus hijos Steve y más tarde Leslie, y fue un padre cariñoso y moderno como jamás lo había sido Belmont. Con Huston y Katharine Hepburn hizo La reina africana y ganó un Oscar. En 1953, en Sabrina, fue el personaje culto y elegante que en realidad era. En 1954 acompañó a Ava Gardner en La condesa descalza, y las compañías cinematográficas pujaron por él como agentes bursátiles. Pero en 1956 lo operaron de un fulminante cáncer de esófago, y ya no filmó más. Falleció el 14 de enero de 1957. Testó que deseaba ser cremado y que sus cenizas fuesen arrojadas al mar, pero como en esa época tal ceremonia no era legal, Betty Bacall organizó el funeral en tierra firme y le pidió a Spencer Tracy que dijera unas palabras de despedida. Spencer no pudo: temblaba y lloraba como un chico. Entonces lo hizo el amigo Huston y, aunque no esté confirmado por los eruditos, se asegura que sobre el final recordó la célebre frase de Boogie en su lecho de muerte, precedida de una tonta pregunta:
–¿Te duele?
–Sólo cuando me río.